Colombia se acerca a una de las elecciones más inciertas de su historia reciente. Más de ochenta aspirantes han expresado su intención de llegar a la Casa de Nariño en 2026, un número que habla tanto de pluralidad como de desorden político, de ilusión democrática y también de fragmentación. Pero más allá del número, lo que realmente define este momento no son los nombres, sino el contexto: un país exhausto de la polarización, sacudido por la violencia política, y enfrentado al desafío de reinventar la forma en que se hace campaña, se construye liderazgo y se conecta con la gente.
La contienda arranca marcada por un hecho trágico. El asesinato del senador Miguel Uribe Turbay, víctima de un atentado político, dejó una huella profunda en el panorama electoral. Su muerte no solo estremeció la centroderecha, sino que recordó algo que muchos habían preferido olvidar: que la violencia política sigue viva, que ser candidato en Colombia sigue siendo una decisión de riesgo. Su ausencia reconfigura las fuerzas del centro y deja huérfano a un sector que veía en él una figura de renovación con experiencia. La pregunta es quién ocupará ese vacío, y con qué tipo de discurso.
Mientras tanto, el mapa político comienza a delinearse. En el terreno de la izquierda, el senador Iván Cepeda emergió como candidato oficial del Pacto Histórico, tras imponerse en la consulta del domingo pasado. Cepeda, una figura más sobria y menos mediática que Gustavo Petro, representa la apuesta del progresismo por mantener la continuidad del proyecto de gobierno, pero con un tono distinto: más dialogante, más institucional, más abierto a sumar sectores. Su elección no solo lo convierte en el candidato del gobierno, sino en el rostro visible del llamado Frente Amplio, una coalición que busca integrar fuerzas del centro-izquierda, movimientos alternativos e independientes, incluso voces que no provengan directamente del petrismo. En esa estrategia está la clave: reducir la polarización y proyectar la idea de un nuevo comienzo sin romper con la base popular que sostiene al actual gobierno.
El Frente Amplio, sin embargo, no será el único bloque que intente capitalizar el cansancio ciudadano con los extremos. Desde la orilla opuesta ha nacido una alianza que promete ser la gran novedad del centro liberal y técnico: David Luna, Mauricio Cárdenas y Juan Manuel Galán anunciaron su unión bajo la consigna de construir un proyecto que no tenga que ver ni con el petrismo ni con el uribismo, los dos polos que han dominado y dividido la conversación política durante casi dos décadas. Este acuerdo —que algunos analistas han llamado el primer intento serio de construir una “tercera vía” real en Colombia— busca sumar otras figuras que encarnen experiencia y moderación, con la mira puesta en un electorado cansado de los discursos incendiarios y las promesas de redención.
Detrás de esa alianza se percibe también el eco del expresidente Juan Manuel Santos, quien recientemente afirmó que el próximo líder de Colombia debería surgir del centro, lejos de los extremos, y que el país necesita reconciliarse consigo mismo antes que seguir girando en espiral. Sus palabras, aunque discretas, tienen peso: Santos fue quien impulsó la última gran coalición de centro en el país y, más allá de su impopularidad en algunos sectores, su visión estratégica sigue influyendo en cómo se concibe el poder.
Pero el tablero no termina ahí. Roy Barreras ha lanzado su candidatura con su propio partido, buscando abrirse espacio dentro del mismo Frente Amplio, mientras Claudia López, exalcaldesa de Bogotá, tantea el terreno para definir si buscará una candidatura independiente o en coalición. En el mismo horizonte, Daniel Quintero —quien logró construir una base sólida durante su paso por la alcaldía de Medellín— ya anunció que recogerá firmas, y que, dependiendo del rumbo del Frente Amplio, podría unirse o ir solo a primera vuelta. La dinámica dentro de este bloque progresista promete ser intensa: todos buscan representar la “renovación” del proyecto, pero pocos quieren aparecer subordinados al petrismo.
Del otro lado, el uribismo prepara su propia definición. En noviembre, el partido del expresidente Álvaro Uribe Vélezelegirá su candidato oficial, en medio de una evidente crisis de liderazgo y de representación. Las encuestas revelan que su base sigue siendo fuerte en regiones rurales, pero débil en los centros urbanos, donde la narrativa de la seguridad ha perdido resonancia frente a los temas de desigualdad, empleo, y corrupción. El reto de esa colectividad será encontrar una figura capaz de recuperar credibilidad sin depender exclusivamente del legado del expresidente.
A este panorama de bloques en construcción se suma un elemento clave: la manera de hacer campaña. Las elecciones de 2026 pondrán a prueba dos modelos que conviven —y chocan— en la política colombiana. Por un lado, las campañas austeras, basadas en la cercanía, la comunicación digital y la conexión emocional con los votantes. Por otro, la maquinarias tradicionales, aún vigentes en municipios y departamentos, sostenidas por redes clientelares, recursos públicos y pactos locales.
La austeridad no es solo una cuestión económica: es un símbolo de autenticidad, de coherencia frente a una ciudadanía que percibe con desconfianza el gasto excesivo y la propaganda vacía. Sin embargo, las maquinarias siguen mandando en territorios donde el acceso al Estado pasa por la política local, y donde el voto libre es todavía una promesa. En esa tensión se definirá buena parte del resultado.
La política digital, mientras tanto, ya se ha convertido en un terreno de disputa. TikTok, Instagram, YouTube y WhatsApp son los nuevos escenarios de campaña, donde se pelea la atención segundo a segundo. Quien logre viralizar emociones —más que argumentos— ganará ventaja. Pero lo digital no sustituye lo territorial. La clave estará en conectar los dos mundos: traducir la narrativa en acción concreta, convertir los likes en presencia y los discursos en confianza.
El 2026 será también un año de múltiples elecciones: Congreso, Senado, Cámara y Presidencia. Un año en que los colombianos no solo elegirán un nombre, sino un rumbo ¿Seguirá el país dividido entre los extremos? ¿O emergerá una generación política capaz de construir sobre los matices? En esa respuesta está el futuro inmediato de la democracia.
Lo que viene es un proceso donde se medirá la capacidad de alianzas, la resistencia de las estructuras, y sobre todo, la habilidad de los candidatos para conectar con los votantes reales. Porque más allá de los partidos, la política es —y será siempre— una conversación con la gente. Quienes entiendan eso tendrán ventaja.
Desde esta columna, el compromiso es acompañar ese proceso con mirada crítica y equilibrada: analizar cada movimiento, cada alianza, cada estrategia, cada contradicción. Sin banderas, sin consignas, sin eslóganes. La política necesita menos ruido y más comprensión.
En las próximas entregas, iremos perfilando uno a uno a los candidatos, revisando su historias, sus equipos, sus discursos y sus posibilidades. Porque entender la política —de verdad— es el primer paso para transformar el país.
Por: Juan Nicolás Pérez Torres – @nicolas_perez09
Del mismo autor: El arte de no odiar en política
