Colombia vuelve a encarar unas elecciones presidenciales, y lo hace —como casi siempre en su historia— con el ruido de las balas intentando ahogar la voz de los votos. No somos un país que haya conocido la democracia como una ceremonia tranquila: nuestros procesos electorales han sido constantemente atravesados por la violencia, por la sangre derramada de líderes que se atrevieron a disputar el poder, por el miedo convertido en instrumento político. Desde Gaitán hasta Galán, desde Pizarro hasta Miguel Uribe, la lista es larga y dolorosa. No hay urnas que se llenen en paz cuando antes han sido regadas por lágrimas.
Hoy, en 2025, la pregunta vuelve a ser la misma: ¿cómo se construye legitimidad democrática en un país donde la violencia insiste en erigirse como el verdadero árbitro de la contienda? El atentado contra un candidato, los magnicidios consumados, las amenazas silenciosas en los territorios, son más que anécdotas trágicas: son síntomas de un sistema que aún no logra emanciparse de su peor verdugo. La política en Colombia siempre se juega en dos tableros: el de las ideas, que debería ser su único espacio; y el de la violencia, que nunca termina de desaparecer.
En este contexto, hablar de elecciones no es un simple ejercicio de proyección política: es un acto de memoria y de advertencia. Porque lo que está en juego no es solo quién gobierne los próximos cuatro años, sino si aceptaremos que la violencia se normalice como telón de fondo inevitable, o si finalmente tendremos el coraje de rebelarnos contra ella.
La paradoja colombiana es brutal: queremos elegir en libertad, pero lo hacemos en un país donde la violencia dicta los márgenes de esa libertad. Y es desde esa paradoja —dolorosa, histórica, inaplazable— que debemos preguntarnos: ¿qué esperar de unas elecciones presidenciales en una Colombia violenta?
En el terreno político, estas elecciones estarán atravesadas por una paradoja insoslayable: se pretende escoger al sucesor de un proyecto de izquierda que se desmorona en medio de sus propias contradicciones, pero el escenario de reemplazo no está más despejado que el aire bogotano en un día de protesta. La violencia, que debería ser un asunto ajeno al debate democrático, ha regresado como protagonista inevitable, decidiendo quién puede hacer campaña, quién puede hablar con libertad y quién debe blindarse antes de saludar a un ciudadano.
El atentado contra un candidato presidencial el 7 de junio no fue un hecho aislado: fue el anuncio de que la campaña electoral será, en sí misma, un campo de batalla. El magnicidio de Miguel Uribe, apenas dos meses después, lo confirma con dolor insoportable: en Colombia, la política sigue siendo un oficio al borde de la vida. Y en ese contexto, resulta ingenuo esperar que las discusiones programáticas sobre educación, salud o transición energética puedan fluir con normalidad. Aquí, primero se discute la vida; solo después, si queda tiempo, se discuten las ideas.
A esta tragedia se suma el desgaste institucional: un presidente que abandona el Congreso cuando la oposición lo enfrenta, que prefiere el monólogo al diálogo y que confunde la investidura con el púlpito. Petro, en su narrativa épica, pretende heredarle a su sucesor un país fracturado, donde el debate político se ha convertido en linchamiento y donde la figura del expresidente Uribe —condenado en un proceso cuestionado— divide aún más la memoria nacional. No se puede construir un horizonte de elecciones limpias cuando la justicia se percibe como brazo de la política y no como árbitro imparcial.
Lo político, entonces, no se reduce a campañas o encuestas. Lo político hoy es preguntarse si Colombia será capaz de sostener un proceso electoral con garantías mínimas de seguridad y legitimidad. Porque unas elecciones violentadas no son democracia, son apenas simulacro. Y el riesgo es que, si no se responde con firmeza, los resultados de 2026 nazcan marcados no por la voluntad del pueblo, sino por el miedo y la pólvora.
En una Colombia violentada, hablar de economía es hablar de confianza, y la confianza es el activo más frágil de todos. Ningún inversionista, nacional o extranjero, apuesta su capital en un país donde la política se resuelve a tiros, donde los líderes opositores caen asesinados y donde las instituciones parecen incapaces de garantizar orden. La violencia no solo cobra vidas: encarece el crédito, desplaza capitales y hace que la prima de riesgo se dispare como si el país estuviera al borde de un abismo.
El próximo presidente recibirá unas finanzas públicas asfixiadas: un déficit fiscal que, de acuerdo con el Fondo Monetario Internacional ya alcanza el 6,7% del PIB, una deuda que supera el 61,3% del producto y un gasto social rígido que deja poco margen para maniobrar. A ello se suma un crecimiento económico anémico —apenas por encima del 1 % en los últimos años— y una inflación que, de acuerdo a lo analizado por Reuters, lejos de disiparse, repuntó al 5,1 % en agosto de 2025, castigando de nuevo el bolsillo de los hogares. En ese contexto, la violencia opera como un multiplicador negativo: cada atentado desploma la confianza del consumidor, cada región tomada por grupos ilegales significa empresas cerradas, capital ahuyentado y producción perdida.
La historia enseña que la violencia es el peor impuesto: uno invisible, regresivo y corrosivo. Allí donde no llega el Estado, los actores armados imponen su propia “tributación”, desde la extorsión a tenderos hasta la captura de rentas ilegales en minería, narcotráfico o contrabando. Y si el Estado no logra retomar el control, la economía formal seguirá condenada a ser la excepción y no la regla.
Por eso, lo económico en estas elecciones no es solo discutir sobre tasas de interés, reforma tributaria o política cambiaria. Lo económico es preguntarnos quién será capaz de ofrecer seguridad jurídica y seguridad física al mismo tiempo, porque ambas son indivisibles. Una Colombia donde se invierta, produzca y genere empleo solo será posible si antes hay un territorio donde no reine el miedo. Y eso, más que un programa económico, exige un proyecto de nación.
En el mundo real de los negocios, la violencia no es solo una amenaza abstracta: es un impuesto invisible que asfixia desde adentro. Según un sondeo reciente de la ANDI, la inseguridad impacta directamente al 32 % de las empresas colombianas, cifra que creció nueve puntos porcentuales en solo un año. Cada bloqueo vial —ya sea por protestas o por acciones de grupos armados— representa días de producción detenida y cadenas logísticas interrumpidas: en 2024 se reportaron pérdidas por más de 4,3 billones de pesos solo por obstrucciones en las carreteras.
Pero el impacto es aún más profundo. Según el informe de Corficolombiana, el costo de la violencia —entre extorsión, pérdida de productividad, inseguridad jurídica y debilitamiento institucional— alcanzó al menos el 3,6 % del PIB en 2022, es decir, más de 61 billones de pesos. En regiones clave, donde la invasión del Estado deja espacio para la violencia armada, empresas cierran y comunidades quedan aisladas, dejando proyectos que parecían promisorios enterrados en el abandono.
Empresarios valientes hay muchos, pero el valor no sustituye la estabilidad. El país necesita garantías reales, no poemarios de fe. El nuevo gobierno debe comprender que la agenda empresarial no se limita a reformas tributarias o incentivos fiscales, sino al derecho fundamental: abrir cada mañana no debe requerir licencia fuera del régimen de la ley.
Lo que está en juego en estas elecciones no es una silla presidencial más, sino la posibilidad misma de que Colombia no se hunda en la normalización del caos. Durante décadas hemos confundido la libertad con la ausencia de reglas, la política con la farsa del populismo y el liderazgo con la vulgaridad de quien grita más fuerte. El resultado está frente a nosotros: un país que se desangra mientras su clase dirigente juega a la retórica de la reconciliación, sin tocar los problemas de fondo.
He recorrido la plaza pública, la academia, las empresas, y en cada espacio veo el mismo síntoma: un país huérfano de dirección. Jóvenes que creen que la patria es una broma; empresarios que sienten que invertir es casi un acto suicida; ciudadanos que ya no diferencian entre Estado y ausencia, porque en su vereda el poder lo imponen las balas. Y mientras tanto, los discursos oficiales se quedan en metáforas de inclusión, incapaces de garantizar lo mínimo: seguridad, justicia y confianza.
Unas elecciones en medio de la violencia no pueden ser vistas como un rito democrático más. Serán una prueba moral. La historia nos juzgará no por las promesas que colgamos en los balcones de campaña, sino por nuestra capacidad de devolverle al colombiano común la certeza de que votar no lo convierte en rehén, que opinar no lo convierte en blanco y que producir no lo condena a la extorsión.
No me interesa la tibieza de los equilibristas que hablan de “transiciones suaves”. Colombia no necesita anestesia: necesita cirugía mayor. Necesita un liderazgo con carácter para nombrar al enemigo, enfrentar al crimen, defender al empresario que produce, respaldar al soldado que protege y, sobre todo, decirles a los jóvenes que su libertad no está en destruir sino en construir. Yo no seré de la generación que le entregó a Colombia a los violentos disfrazados de redentores.
Colombia no necesita resignarse a la condena de ser un país perpetuamente violento. Lo que necesitamos es carácter, dirección y una convicción inquebrantable de que la política no puede seguir siendo un espectáculo vacío mientras la nación se desangra. Estas elecciones no serán un trámite: serán un juicio histórico. Y en ese juicio, la tibieza será complicidad.
Yo creo en un país que no se rinde. En una juventud que no será carne de cañón, sino generación de propósito. En unos empresarios que no claudicarán frente a la extorsión y en unas Fuerzas Armadas que deben ser honradas como garantes de libertad, no como enemigos del pueblo. Creo en un Estado que respalde, no que persiga; que defienda, no que entregue.
Que esta elección sea el inicio de una reconstrucción. Que se escriba en la historia no como el capítulo de la rendición, sino como el despertar de una nación que se negó a ser sepultada por el miedo. La patria sangra, pero está de pie. Y mientras quede un colombiano dispuesto a luchar por ella, habrá futuro.
Por: Juan Diego Vélez Forero -@juandiegovelezf
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