‘Se habita, pero no se vive’

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Por: Miguel Gómez Martínez


Hugo Artunduaga, un buen amigo con frases célebres, me dijo esta mientras compartíamos un largo y desesperante atasco de tráfico. Se refería a Bogotá, la ciudad en la que nací y en la que sobrevivo. Porque el concepto de ‘vivir una ciudad’, que significa poder aprovechar sus oportunidades y gozar sus placeres, es algo que cada día se logra menos.

Bogotá es caótica, agresiva, insegura y contaminada. Para constatar lo desordenado basta salir a una de sus calles, sin importar el día de la semana, a cualquier hora. Un bogotano ya no se sorprende si se encuentra en un trancón a las 10 y 30 de noche. El tráfico es desordenado a más no poder, las motos hacen lo que les da la gana, los ciclistas desafían la prudencia, poniendo en riesgo su vida, los taxis son dueños de las calles y los buses siguen matoneando a los demás.

Agresiva es una urbe donde los ciudadanos son sometidos a todas las dificultades. ¿Cómo puede ser respetuosa y tolerante una persona que debe someterse al maltrato físico e indigno de Transmilenio? ¿Cómo puede tener buen ánimo una persona que cada día tiene que madrugar más temprano para poder llegar a la misma hora a su sitio de trabajo? ¿Cómo puede uno sonreír si las calles están llenas de huecos y suciedad?

Insegura es esta ciudad donde cada 10 minutos se roban un celular –26.000 en el primer semestre–, y todas las categorías de hurto están disparadas. Han bajado los homicidios, lo que está muy bien, pero para el ciudadano común la calle es la jungla.

Contaminada es lo menos que se puede decir. Gracias a que somos una inmensa Sabana, no nos estamos asfixiando. Observe el cuello de su camisa un día que tenga que caminar algunas cuadras o lávese la cara en la noche, para que vea el ambiente en el que vive. A los grandes contaminadores no les pasa nada, mientras la Alcaldía invita a la gente a utilizar la bicicleta y respirar el aire cada día más malsano.

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Todo lo anterior es ya suficiente prueba de que en Bogotá se habita, pero no se vive. Para colmo de males, es una ciudad cara. Los servicios públicos son abusivos. El impuesto predial es alto en una urbe donde la calidad de vida cada día es más baja. La valorización de los inmuebles es ficticia, porque la liquidez de los mismos es cada vez menor. Basta con mirar las fachadas de cualquier edificio en Bogotá para ver avisos de venta o alquiler que permanecen meses sin desaparecer. Cara y cada vez menos competitiva.

Otro amigo me hacía la siguiente observación: “un buen día en Bogotá es aquel en el cual uno hace una diligencia por la mañana y otra por la tarde”. Todo es una proeza, desde llegar al trabajo hasta regresar rendido a la casa en la noche.

Doce años de administraciones de la izquierda, con su desgreño y corrupción, fueron nefastas para la capital. Algo hemos mejorado en los últimos años, pero no lo suficiente como para devolvernos la esperanza de que algún día viviremos mejor. Mientras Barranquilla, Medellín, Cali, Bucaramanga, Tunja o Montería avanzan de forma visible, en Bogotá seguimos en la crisis.

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