El departamento decidió consagrar la felicidad a la historia cubriendo en oro la catedral de Montería, y la gobernación cambió sus baldosas opacas por pisos de oro de 24 kilates.
Por: Orlando David Buelvas Dajud.
Esta historia no tiene intención distinta a extender el imaginario de situaciones que distan de la realidad, pero no la superan en ningún rubro.
La mañana del 29 de octubre las familias cordobesas despertaron con el sentido deber de ejercer el derecho al voto. Con la misa de las 8 y el calor de siempre, miles de personas se acercaron a sus respectivos puestos de votación mientras el cielo presentaba una novedad sin precedentes: las nubes, tan oscuras como jamás volvió a apreciarse, desplegaron una lluvia de monedas de oro.
Aquella lluvia llegó sin avisar ante la sorpresa de los votantes, quienes pronto reaccionaron bajo diferentes conjeturas. Los más escépticos escudriñaban las monedas para comprender si se trataba de alguna maraña política, mientras los niños corrían con cuantas monedas doradas cupieran en sus manos, ante la mirada atónita de los ciudadanos que no terminaban de comprender qué sucedía. Las dudas cesaron con un grito proveniente de la fila de votantes número 8 del Colegio Nacional; un reconocido profesor de química de la institución desenfrenado afirmó: “¡es oro, es oro!” y eso bastó para que el sagrado rito democrático quedara en segundo plano.
La lluvia parecía enfurecer entre más personas participaban del delirio áureo. Sin embargo, los presagios y los prejuicios también fueron participes de esta barricada. En los barrios del norte las personas se hacían las desinteresadas “esa plata es mala”, mientras que afuera de las iglesias prohibieron tocar tan banal instrumento y, por su lado, los universitarios bromeaban con que “Dios nos está devolviendo lo que nos quitaron los españoles”. La lluvia no paró en ningún momento, hasta el punto en que fue posible caminar sobre las monedas que cubrían el lecho del río Sinú y sepultaban los planchones.
Los medios de comunicación no se hicieron esperar. A las diez de la mañana todo el país conocía la noticia. “Montería, la villa dorada” era el titular que acompañaba a los presentadores, quienes terminaron por motivar aún más la locura por el oro. Tan sólo minutos luego de la aparición de las imágenes en los noticieros, las vías que comunican al departamento de Córdoba con Antioquia, Sucre y Bolívar quedaron atestadas de aventureros de todas las edades que soñaban con llenar sus bolsillos con oro.
La policía intentó contener a los miles de ambiciosos que estaban dispuestos a dejar la vida por aquellas monedas, pero fue inútil. Incluso los dirigentes del ejercito llegaron a burlar la situación “sólo falta que los muertos vengan también por monedas, mi general” dijo un cadete, “no se preocupe, cadete, a esta hora los muertos están votando”, le recordó el general. La situación no cedió. Las mujeres despejaron sus atuendos rasos y vistieron de oro, desde los talones hasta las cejas. El Consejo Municipal decretó como moneda oficial del municipio de Montería a las monedas doradas, los indigentes lo siguieron siendo sólo por el gusto de no cambiar sus vidas. El departamento decidió consagrar la felicidad a la historia cubriendo en oro la catedral de Montería, y la gobernación cambió sus baldosas opacas por pisos de oro de 24 kilates.
Los políticos no tardaron en aparecer. El candidato del oficialismo depuso que aquella era una ofrenda de su parte para los votantes, quienes no debían olvidar votar por su partido. Mientras que el partido de la derecha recalcó que sólo podía ser una intervención divina para impulsar el crecimiento nacional del sector privado, por lo que la administración de dicho dinero sólo la debería tener el Estado para invitar a las empresas a florecer, mientras que el partido de la izquierda anunció que se trataba de un fenómeno causal que podría, por fin, acabar con la lucha de clases para siempre, por lo que el Estado colombiano debería administrar el dinero.
Los puestos de votación quedaron desiertos. Se rumoraba, incluso, que algunas personas desaparecieron asfixiadas en montañas de oro. Por su lado, la ciudadanía asumió las funciones del Estado ocupándose cada uno de sus asuntos propios en virtud de su riqueza personal. El desastre fue tal, que el Gobierno Nacional tuvo que involucrarse, siendo el alcalde de la capital cordobesa el primero en tomar la iniciativa.
Cuando las autoridades trataron de controlar la situación, motivando a la población a votar, obtuvieron siempre la misma respuesta “¿para qué?”, o “mejor otro día”. Incluso el alcalde del municipio se dirigió a hablar con los jurados de votación, sin embargo, no encontró a ninguno, todos estaban detrás de las monedas.
Todo conllevó a una única solución. La más populista y menos comprendida. El presidente de la república realizó un plebiscito, declaró desiertas las elecciones y luego convocó un panel de expertos para reformar la constitución. La decisión fue clara: el departamento cordobés jamás volvería a tener elecciones populares.
Curiosamente, el departamento no tardo en volver a ser el mismo. La pobreza se mantuvo de alguna manera, y con el tiempo, los que antes de la lluvia no tenían nada volvieron a perderlo todo. Las monedas ya no eran un decoro, caían del cielo con tanto fervor que destrozaban las pocas ventanas que quedaban vírgenes en los edificios, mientras que los indigentes se limpiaban las muelas con monedas de oro para luego tirarlas al suelo. Cuando un paisa, asombrado por la denigración del lugar y la moral de los habitantes, le preguntó a un monteriano qué estaba pasando, aquel respondió “estamos igual de jodidos que antes, sólo que ahora somos pobres que tienen monedas de oro”.
Un día, dejó de llover. Las monedas dejaron de caer y todo volvió a la normalidad. Las elecciones fueron retomadas cómo si las monedas de oro nunca hubiesen sido parte de la historia común de la ciudadanía. Ese mismo año volvieron las elecciones, y el pueblo votó para dejarlo todo igual a como estaba antes de la lluvia.
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