Buenaventura es uno de varios —y hay que decirlo sin rodeos— laboratorios sociales, económicos y políticos de Colombia. En este territorio confluyen prácticamente todos los problemas del país, concentrados en una sola región y de tal magnitud que trascienden ideologías, colores políticos y gobiernos. A lo largo de los años, las administraciones departamentales y nacionales han intentado, con buenas intenciones, enfrentar el desastre que hoy representa Buenaventura. Sin embargo, el país, como tantas veces lo ha hecho, ha normalizado la violencia en estos lugares apartados de las grandes ciudades.
El Catatumbo, Toribío, El Plateado. Son regiones donde la violencia se ha enquistado por décadas sin que se vislumbre una solución real. No se trata de esperar una erradicación absoluta de los problemas —sería utópico—, pero sí de establecer un proceso efectivo, aunque tome años, que logre traer estabilidad a estas comunidades.
Hoy, Buenaventura enfrenta una nueva crisis de seguridad. El sicariato, las amenazas, los secuestros exprés, las fronteras invisibles y la injerencia de estructuras criminales han recrudecido. Ante esto, la respuesta del Estado ha sido la de siempre: enviar soldados, desplegar escuadrones, hacer anuncios de refuerzo militar. Pero, con el tiempo, cuando otra crisis de inseguridad estalla en otra parte del país, los efectivos son replegados, y la historia se repite.
El problema más grave que enfrenta Buenaventura no es solo la violencia, sino la desesperanza. La población ha perdido la confianza en las instituciones porque ha visto que, sin importar el gobierno de turno, nada ha funcionado. La falta de oportunidades condena a los jóvenes a ser reclutados por bandas criminales, y oponerse a ellas puede costarles la vida.
En el fondo, el problema es el de siempre: el narcotráfico. Sus tentáculos internacionales han convertido a Buenaventura en un punto estratégico para carteles transnacionales, especialmente en el Valle del Cauca. Algunos de estos grupos han sido clasificados recientemente como organizaciones terroristas por el gobierno de Donald Trump, lo que abre la posibilidad de una intervención militar extranjera en la región.
Todos los programas sociales han fracasado. Aunque han estado bien diseñados y han contado con buenas intenciones, la realidad del territorio ha terminado por desmantelarlos. La pobreza sigue golpeando a más de la mitad de la población, y la falta de inversión privada refuerza el círculo vicioso: ninguna empresa quiere establecerse en un lugar donde la inseguridad es la norma.
Se esperaba que el actual gobierno, con su enfoque de «paz total» y su discurso de transformación social, ofreciera una alternativa diferente. Pero lo cierto es que ni este ni los gobiernos anteriores, de izquierda, centro o derecha, han logrado enfrentar de manera efectiva la crisis de Buenaventura.
Parte del problema radica en que se ha intentado complacer a todos sin asumir una postura clara. No ha habido una estrategia definida: ni una política de mano dura contundente contra el crimen, ni una apuesta decidida por una transformación social de fondo. Se han quedado a medio camino, y eso no ha funcionado.
Mientras tanto, la violencia continúa, las drogas siguen saliendo del país, las fronteras invisibles se multiplican, los niños desertan de los colegios, la inversión privada se ahuyenta y el crimen se fortalece.
El destino de Buenaventura dependerá de la decisión de quienes tienen el poder de actuar. Si no se toman medidas estructurales y efectivas pronto, podríamos estar ante la pérdida de soberanía sobre esta región, como ha advertido el propio presidente Gustavo Petro. Allí operan fuerzas transnacionales con un control alarmante del territorio.
El tiempo se agota. Buenaventura no puede seguir siendo solo un paisaje de violencia para el resto del país.
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