Han pasado más de dos meses desde que la vida de Miguel Uribe Turbay quedó en vilo, luego de que las balas de la cobardía y el odio intentaran apagar su voz.
Durante semanas, Colombia entera presenció su lucha silenciosa en un hospital. La imagen de un hombre conectado a máquinas, resistiendo, se convirtió en símbolo de esperanza para unos y en un incómodo recordatorio de la violencia para otros.
Hoy, esa batalla ha terminado. Y el país debe asumir que no estamos frente a un crimen más: estamos frente a un magnicidio, palabra que en nuestra historia ha sido pronunciada demasiado y siempre con dolor.
Miguel Uribe no era un político cualquiera. Era hijo, esposo, padre, amigo. Un hombre joven, preparado, con una carrera ascendente, que asumió responsabilidades públicas sin miedo de alzar la voz frente a lo que consideraba injusto.
Como muchos que han desafiado a las estructuras de poder esas que no salen en las fotos oficiales pero mueven hilos en la sombra, sabía que en Colombia hacer política no es un juego. Aquí, las convicciones se pagan caro.
Este asesinato no ocurre en un vacío. Colombia tiene una dolorosa lista de líderes políticos asesinados: Luis Carlos Galán, Jaime Pardo Leal, Carlos Pizarro, Bernardo Jaramillo, Álvaro Gómez Hurtado… nombres que deberían ser advertencia suficiente.
Y sin embargo, repetimos el ciclo. No es casualidad que, en menos de un año, dos figuras clave de la oposición hayan sido blanco de golpes letales: a Miguel Uribe lo asesinaron; a Álvaro Uribe lo encarcelaron.
En ambos casos, las fuerzas que operan detrás tienen rostros difusos pero intereses muy claros: que nadie les arrebate el control que han acumulado durante décadas. No son solo partidos o ideologías: es un entramado perverso de poder político, influencia mediática, músculo empresarial y capacidad terrorista.
Saben que perder Colombia es perder una pieza estratégica en el tablero regional, y por eso están dispuestos a todo: asesinar, entrampar, destruir reputaciones, encarcelar, desaparecer física o jurídicamente a quien se atreva a desafiarlos.
¿Quiénes son los responsables? Esa pregunta debería retumbar en el despacho presidencial, en la Fiscalía, en la Corte Suprema y en cada sala de redacción. No basta con lamentar ni con prometer investigaciones “hasta las últimas consecuencias” que nunca llegan a puerto. Miguel Uribe merece justicia real, no un expediente empolvado.
Y Colombia merece saber quién ordenó su muerte, quién apretó el gatillo, quién financió y quién protegió a los asesinos.
El Gobierno actual no puede lavarse las manos. Y menos su presidente, que en oposición clamó persecución y miedo, pero que jamás fue víctima de un atentado y siempre contó con escoltas del Estado.
Hoy, bajo su administración, el país carga con un candidato presidencial asesinado. Es una mancha que no se borrará jamás y que quedará para la historia como el fracaso más grande de su lema de campaña.
Es, además, profundamente paradójico y doloroso que a este gobierno, que ha demostrado un desinterés total por cuidar la vida de todos los colombianos salvo la de los delincuentes que protege, le pase justamente esto. Una tragedia que no se les borrará jamás, y que quedará marcada con tinta indeleble en la historia reciente del país.
Especialmente para Gustavo Petro, un hombre que durante toda su vida gozó de la protección del Estado, que nunca sufrió un atentado y que llegó al poder con el lema “Colombia, potencia mundial de la vida” y “la vida es sagrada”, para luego, en su mandato, tener que cargar con el asesinato de un candidato presidencial.
Pero más allá del escenario público, está la tragedia íntima. La familia de Miguel enfrenta un vacío imposible de llenar: un hijo que crecerá sin su padre, abrazos que no se darán, conversaciones truncas, proyectos que jamás se cumplirán.
Y como suele pasar en política, incluso la desgracia tiene tiempos de conveniencia: los primeros días abundan lágrimas, comunicados, fotos de unidad nacional, primos que aparecen de la nada… pero con los meses, la memoria se desvanece, más aún cuando el país entra en el fragor de una campaña electoral oscura y despiadada.
En medio de la pérdida, es justo agradecer a los médicos de la Fundación Santa Fe, que hicieron todo lo posible por salvarlo. Sin embargo, el caso de Miguel es solo uno de miles: cada semana, en Colombia, hay familias que reciben la noticia de que un ser querido fue asesinado. Niños huérfanos, viudas jóvenes, padres destrozados.
Nos hemos acostumbrado a contar muertos como si fueran simples cifras, como si fueran ajenos. Y eso, quizá, es el signo más grave de nuestra decadencia moral.
El asesinato de Miguel Uribe debe ser un punto de inflexión. No podemos permitir que se convierta en una foto en blanco y negro en un mural de homenaje que, con el tiempo, nadie mire.
Debe ser un llamado urgente a quienes aún no han comprendido la magnitud del desafío. Porque lo que está en juego no es solo quién gobierna, sino si Colombia seguirá siendo un país donde se pueda disentir sin pagar con la vida.
En momentos como este, las palabras de Elie Wiesel cobran fuerza: “La neutralidad ayuda al opresor, nunca a la víctima”. Colombia debe decidir si será cómplice por omisión o protagonista en su defensa.
Miguel Uribe fue silenciado, pero el eco de su voz no debe apagarse. Que su muerte nos indigne, nos mueva y nos una en lo esencial: la defensa de un país donde nadie sea asesinado por pensar distinto. Porque la memoria es más poderosa que las balas, y la voluntad de un pueblo decidido, más letal que cualquier complot.
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