El conflicto entre Israel y Palestina vuelve a poner en tela de juicio los límites de la defensa legítima y el costo humano de la guerra. Como medio de comunicación, hemos sostenido siempre que toda nación tiene derecho a protegerse de una agresión, y que esa defensa es no solo legítima, sino necesaria. Lo dijimos cuando Israel fue víctima del doloroso ataque de Hamás, y lo reafirmamos hoy: el terrorismo debe ser combatido, aniquilado y condenado en todas sus formas.
Sin embargo, el respaldo a Israel no significa justificar cualquier método. Una cosa es desarticular a un grupo terrorista como Hamás; otra muy distinta es que, en nombre de esa causa, se bombardeen hospitales, escuelas, campamentos de refugiados, sedes de ONG o se ataque a periodistas y médicos. Incluso en la guerra existen normas: la distinción entre combatientes y civiles, la proporcionalidad en el uso de la fuerza y la protección de quienes nada tienen que ver en el conflicto. Son esos límites los que permiten que la defensa no se convierta en destrucción indiscriminada.
¿Qué pasa con Israel y Palestina?
Israel ha contado con el apoyo internacional en su legítimo derecho a existir y a neutralizar a sus agresores. Pero ese apoyo comienza a resquebrajarse cuando el mundo observa que quienes mueren en su mayoría son inocentes: niños, ancianos, familias enteras atrapadas entre escombros. Una democracia que se defiende debe demostrar que su fortaleza no reside en castigos colectivos ni en la política de tierra arrasada, sino en operaciones precisas, inteligencia militar y respeto por la vida de los civiles. De lo contrario, corre el riesgo de perder la legitimidad moral que la ha acompañado históricamente frente a sus agresores.
El mundo recuerda con dolor el genocidio del que Israel fue víctima. Esa memoria se convirtió en un clamor para que algo así no se repitiera nunca más. Pero esa memoria se desdibuja cuando el mismo Estado que pidió al mundo no olvidar, parece olvidar hoy lo que padeció y reproduce prácticas que afectan a quienes no empuñan un arma ni planean un ataque.
El camino de salida no se escribirá con más funerales. No basta con justificar el hambre como herramienta de guerra, ni con destruir lo poco que queda en Gaza. Es hora de que Israel escuche a sus propios aliados, que ya le piden mesura y respeto a los estándares mínimos del derecho internacional humanitario. Y es hora también de exigir a Hamás la liberación inmediata de los secuestrados y el fin de sus ataques, porque la paz no será posible mientras el terrorismo siga teniendo poder de fuego.
Defender a Israel es defender su derecho a existir en paz. Pero defenderlo también implica exigir que gane con superioridad moral, con la ley en la fuerza y la fuerza en la ley. La seguridad duradera solo será posible cuando Israel tenga garantías reales y, al mismo tiempo, los palestinos gocen de dignidad y de un territorio que no sea arrasado. Sin esa doble garantía, cualquier alto al fuego será apenas una pausa entre dos tragedias.
La comunidad internacional no puede limitarse a comunicados tibios: debe presionar, verificar, mediar y garantizar corredores humanitarios reales. La seguridad de Israel no puede cimentarse sobre ruinas; la seguridad de Palestina no puede depender de un enemigo debilitado pero con civiles devastados. El único futuro posible pasa por reconocer que ambos pueblos tienen derecho a existir, a permanecer y a convivir.