Hay encuentros que no se buscan: lo eligen a uno. Conocer al Doctor Juan Carlos Esguerra Portocarrero no fue un privilegio académico, sino una revelación. En su clase entendí que el Derecho no es solo un instrumento del Estado ni una arquitectura de principios: es una vocación que exige entrega absoluta. Bajo su guía descubrí que dedicarse al Derecho no es escoger una profesión; es aceptar una forma de vida.
Su retiro de la docencia ha sido descrito por algunos como un cierre natural. Para mí —y para muchos que lo admiramos con la reverencia que se tiene a los maestros verdaderos— es un acontecimiento que obliga a detenerse, a respirar hondo y a reconocer que asistimos al paso de una figura irrepetible. El día de su última clase, mientras avanzaba por aquella calle de honor formada espontáneamente por estudiantes y colegas, entendí que estaba presenciando un acto de profundo significado moral: el homenaje que la comunidad jurídica le rinde a uno de sus guardianes.
Ese instante fue una epifanía. Verlo caminar, con esa elegancia contenida y esa serenidad que solo poseen quienes han cumplido con su deber sin concesiones, me confirmó lo que ya sentía desde la primera vez que lo escuché: mi vida estaría consagrada al Derecho. Su presencia tenía el efecto de las grandes verdades: no persuadía, revelaba.
En el aula, el Doctor Esguerra no dictaba clase; elevaba la inteligencia. Sus palabras tenían una gravedad que no provenía del volumen, sino del sentido. Cada explicación suya estaba cincelada con el rigor de un artesano y la claridad de un estadista. Convertía las instituciones en organismos vivos y a la Constitución en una brújula ética. Allí comprendí que el Derecho Constitucional no era una materia: era una promesa de orden, una apuesta civilizatoria.
Mucho antes de conocerlo, su nombre ya habitaba la historia jurídica de Colombia: constituyente del 91, ministro de Justicia, embajador, litigante de causas decisivas, arquitecto de consensos en momentos de fragilidad institucional. Pero fue en el aula donde su obra alcanzó su forma más pura. Allí enseñó, con una mezcla de disciplina y delicadeza, que el Derecho es un territorio que se habita con carácter, con método y con decoro.
Sus silencios eran frases, sus preguntas eran brújulas, sus ejemplos eran lecciones que se instalaban en la conciencia con la fuerza de una verdad incontrovertible. Entraba al salón con la compostura serena de quien ha dedicado la vida entera al servicio del derecho, y conseguía, sin necesidad de elevar la voz, que cada estudiante entendiera que argumentar no es un recurso retórico, sino un imperativo ético. A su manera, nos recordaba que la dignidad de esta profesión se empieza a vestir mucho antes de ejercerla.
En mi vida académica nunca había sentido un honor comparable al de escucharlo. Y hoy, cuando repaso aquellas horas de clase que repetiría una y mil veces, siento que su retiro no representa la partida de un profesor, sino la coronación de un legado. Un legado que obliga —a quienes lo vimos enseñar— a defender el Derecho con la misma altivez ética con la que él lo vivió.
Su paso por la universidad deja una huella que no se borra: la convicción de que el Derecho merece ser honrado, estudiado, cuidado. Que su ejercicio demanda una devoción que no admite tibiezas. Que la dignidad institucional no se improvisa: se vive, como él la ha vivido.
Podría decir que su carrera es monumental. Que sus cargos públicos hablan por él. Que su nombre es referencia obligada en cualquier debate serio sobre constitucionalismo colombiano. Todo eso es cierto. Pero para mí, su mayor grandeza está en algo más íntimo: en haber despertado en mí una voluntad irrenunciable de dedicar mi vida al Derecho.
El Doctor Esguerra deja la docencia, pero no deja de enseñar. Su ejemplo seguirá operando como una norma no escrita: una guía silenciosa que exige excelencia, disciplina y decoro. Para quienes fuimos sus alumnos, su despedida no marca un final, sino un mandato: ejercer el Derecho con amor y con devoción; defenderlo cuando sea impopular; dignificarlo cuando otros lo trivialicen; custodiarlo incluso cuando tiemblen sus cimientos.
Si hoy afirmo, sin vacilación, que quiero consagrar mi vida al Derecho, es porque un maestro me mostró que vale la pena. Que es más que una profesión: es un acto de fe en la civilización. Que requiere sacrificio, pero otorga sentido. Que es frágil, pero indispensable.
A él —maestro, jurista, estadista, pero sobre todo, ejemplo moral— le debo la claridad de ese destino.
Doctor Esguerra, gracias por enseñarnos que el derecho no se memoriza: se honra. Gracias por cada clase que empezó mucho antes de pronunciar la primera palabra y terminó mucho después de apagar el micrófono. Gracias por la elegancia intelectual, por la paciencia casi litúrgica, por el rigor que no humilla, sino que eleva. Le debo más de lo que podría decir en voz alta: la convicción profunda de que este oficio exige carácter, templanza y un respeto absoluto por la verdad jurídica. Haber sido su estudiante fue un privilegio que llevaré conmigo toda la vida.
Su despedida de las aulas no es una retirada, sino una herencia. Quienes lo vimos caminar por esa calle de honor sabemos que no aplaudíamos un final, sino la permanencia de todo lo que sembró. En un país que necesita maestros de verdad, su figura queda como un estandarte, una medida, un reto. Muchos pasan por la academia; muy pocos la ennoblecen. Usted pertenece a esa minoría que deja huella. Su legado seguirá dictando clases dondequiera que haya un estudiante dispuesto a defender el derecho con la misma seriedad con la que usted lo enseñó.
Por: Juan Diego Vélez Forero -@juandiegovelezf
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