La democracia colombiana padece una enfermedad crónica que hemos normalizado: el síndrome del péndulo. Cada cuatro años, los electores castigan al gobierno saliente, no necesariamente por ofrecer una alternativa superior, sino simplemente por ser diferente.
Este mecanismo, que se repite desde la apertura democrática, genera un ciclo perverso donde cada administración dedica buena parte de su energía a desmantelar lo anterior, en lugar de construir hacia adelante. Las elecciones de 2026 representan una oportunidad histórica para romper este patrón destructivo, pero solo si los colombianos logran trascender el voto reactivo.
El investigador político Guillermo O’Donnell documentó cómo los gobiernos que llegan al poder por rechazo al anterior tienden a sufrir de fragilidad institucional. No poseen un mandato positivo claro, sino simplemente un voto negativo. Esto explica por qué tantos gobiernos latinoamericanos, después de prometer transformación, terminan en desencanto. La legitimidad construida sobre la negación es inherentemente inestable.
Argentina experimentó esto dramáticamente durante las últimas dos décadas: ciudadanos votaban alternativamente por peronistas y antiperonistas, nunca por un proyecto coherente. El resultado fue inflación crónica, volatilidad económica y deterioro institucional. Cada nuevo gobierno se preguntaba no qué quería construir, sino qué del anterior debía destruir.
Colombia no debe repetir esta tragedia. Quien gane en 2026 recibirá un país donde las decisiones desacertadas de los últimos años se han sedimentado en la institucionalidad. El gasto corriente ha crecido desproporcionadamente; los arreglos políticos perpetúan clientelismos; la burocracia estatal responde a lógicas de poder, no de eficiencia.
Desmantelar esto requiere no solo voluntad política, sino también una visión clara de qué construir en su lugar. Un presidente elegido únicamente por «no ser Petro» carecerá de esa visión. Enfrentará presiones contradictorias de su coalición electoral basada únicamente en el rechazo y se verá tentado a improvisar. En cuatro años estará tan desgastado que los votantes, desesperados por algo diferente, volverán a girar la rueda.
Aquí es donde el Congreso se vuelve decisivo. Los países que han logrado romper ciclos de volatilidad política lo han hecho con parlamentos que funcionan como guardianes de proyectos de largo plazo. Cuando el Congreso es competente y representa genuinamente intereses diversos, puede resistir los impulsos destructivos de un ejecutivo desorientado y proteger avances institucionales valiosos.
Por el contrario, cuando el Congreso está colonizado por oportunistas, se convierte en un mercado de votos donde el ejecutivo compra lealtad destruyendo recursos públicos. Colombia necesita elegir 188 congresistas que entiendan esto: que su rol es construir instituciones, no simplemente disputar poder.
Chile ofrece una lección instructiva. Después de la transición democrática de 1990, los gobiernos chilenos, independientemente de su orientación ideológica, operaron dentro de marcos institucionales básicos que trascendían a los presidentes. Existía consenso sobre ciertas decisiones de Estado: presupuestación disciplinada, independencia del Banco Central, énfasis en educación.
Cuando gobiernos de derecha y de izquierda se alternaban, no empezaban de cero. Esta estabilidad institucional permitió que Chile tuviera un crecimiento más consistente que Colombia durante tres décadas. El costo de los ciclos electorales destructivos es medible: se calcula en puntos de crecimiento económico perdidos, inversión disuadida, talento emigrado.
El argumento sobre la racionalidad del voto no es académico, es pragmático. Un ciudadano que vota por un proyecto de largo plazo, aunque sea imperfecto, protege mejor sus intereses que uno que vota reactivamente.
Si en 2026 Colombia elige un presidente competente y un Congreso excepcional, pero sobre la base de un proyecto coherente que trascienda el rechazo, entonces ese gobierno tendrá legitimidad para tomar decisiones difíciles.
Tendrá el capital político para defender decisiones impopulares ahora si generan beneficios después. Podrá negociar acuerdos institucionales que duren más allá de su mandato.
Los 2026 es cuando Colombia decide si finalmente rompe el péndulo o simplemente lo empuja con más fuerza. La diferencia no es pequeña: es la diferencia entre ser un país en crisis permanente y ser un país en desarrollo. Todo depende de que los electores, por primera vez quizás en generaciones, voten inteligentemente.
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