La Silla Decembrina: La memoria se encarga de recrudecer esas ilusiones para convertirlas en presagios pasados, buenos recuerdos que no deben ser perturbados porque de eso se trata la nostalgia, de no recordar para entender, sino para sentir.
Autor: Orlando Buelvas Dajud
Las marismas del tiempo se anegan como trampas para los capitanes navegantes que, aunque preparen las más grandes embarcaciones, se verán humillados por los sencillos vericuetos que el destino esconde en sus fondas. (La Silla Decembrina)
Inicia un nuevo año, y cada quien reluce en su esencia el hálito de propósitos que rodea sus intenciones para este nuevo empezar. Lo cierto es que no hay nada que preparar, porque como es costumbre, pronto el tiempo se ocupará por asignarnos a cada uno un lugar.
El tiempo es nuestra más grande ilusión. Cuánto más nos preocupemos por su peso, menos vida tendremos para enfrentarlo. Porque el tiempo no son las horas y lo minutos que nos quedan, sino los pocos que recordamos. La vida se termina convirtiendo en una raigambre de recuerdos cruzados entre sí.
Todos esos diciembres remotos son un viaje al pasado para intentar volver a ser niños otra vez, para creer de nuevo en la navidad como ese momento apartado de la realidad, siendo felices sin los pormenores que atormentan la adultez, perdidos en la euforia de las luces de la ciudad presentadas como faroles de esperanza cargados cada uno con una historia diferente, para comer los postres legendarios de estas fechas, y luego odiar la parsimonia del veinticinco de diciembre repudiando con valor al primero de enero por ser un domingo eterno donde no se descansa ni se hace nada más que esperar que el día acabe.
Pero ya no somos niños ni lo volveremos a ser.
La memoria se encarga de recrudecer esas ilusiones para convertirlas en presagios pasados, buenos recuerdos que no deben ser perturbados porque de eso se trata la nostalgia, de no recordar para entender, sino para sentir.
La vida, a medida que avanza se hace esclava de los caprichos del destino y las sillas que se asomaban fuera de cada casa, de cada familia, llenas de vida con las canciones de siempre, empiezan a desaparecer. El tiempo va tomando a los participantes que alguna vez llenaron de color los diciembres de nuestra niñez para asignar ese papel al recuerdo que dejaron a su paso. Solo así, viendo vacío ese espacio que alguna vez ocuparon los que ya no están, comprendemos nuestra pequeñez en el universo.
Pasa el tiempo y se consume la vida, llegarán una y otra vez muchos otros diciembres, tan parecidos el uno con el otro que será difícil diferenciarlos. Cada cual recordará la candidez con que alguna vez recibió o entregó un regalo. Con un único fin: abandonar el pasado, la realidad, para ver las caras que nos han acompañado desde el primer momento, pero esta vez con la excusa de que solo se vale ser felices.
Tal vez preparar todo el año desde el primer día no sea más que un acto pueril, es imposible adelantarse a los hechos. Tan fácil pasarán los momentos que no tardará en llegar febrero con sus días cortos, abriendo camino a junio y luego a octubre con sus fiestas, para que, de nuevo, corra el tiempo sin que nadie más lo note, en la nostalgia de las noches de diciembre que nos esperan entre pesebres, árboles de plástico y otros miles de misterios.
Así termina un año para volver a empezar bajo las mismas ilusiones, dentro del eterno ciclo en el que, por fortuna, coincidimos con la oportunidad de vivir una vida que jamás podrá ser repetida. No nos queda nada más que vivir para no olvidar y, para que, cuando llegue nuestro turno de dejar vacía la silla decembrina, resurja la nostalgia que nos hizo humanos en las risas de quienes guardarán nuestro recuerdo.