Por: Miguel Gómez Martínez.
Candil en la plaza, oscuridad en la casa” dice un viejísimo adagio castellano. Se refiere a esas personalidades que tienen dos caras bien diferentes, una de ellas brillante y la otra llena de sombras.
Así es Santos, un hombre que goza de buena imagen internacional pero que se encuentra en el nivel más bajo de la historia en su popularidad en el país. El presidente es un ser obsesivo por su imagen a la que dedica incontables horas y recursos. Formado en el mundo de los medios, está convencido que la imagen lo es todo en política. Cree que lo importante no es lo que uno hace sino lo que el público cree que uno hace. En este mundo audiovisual es el triunfo de la forma sobre el fondo; del decorado sobre la sustancia.
Santos considera que gobernar es manejar la opinión. Las obras, los resultados, la coherencia de las políticas no son importantes pues lo que resulta determinante es controlar los medios y canales de comunicación. De ahí su permanente obsesión por dominar la información que lo ha llevado a comprar con publicidad oficial, presiones políticas, amenazas legales y manipulación, la agenda mediática. Que los niños se mueran de hambre, que las cifras económicas sean malas, que la justicia no exista, que se roben los presupuestos de la alimentación de los estudiantes no es importante. Lo único que cuenta es cómo está siendo percibido por la opinión.
A Santos le duele sobretodo si las malas noticias salen al exterior. Le importa un pito si en Tunja tienen una mala imagen de él o de su gobierno. Pero si un escándalo como Odebrecht sale en los medios internacionales eso le quita el sueño y lo descompone. No quiere que se afecte su imagen de candil en la plaza.
El problema es que la imagen, a pesar de toda la publicidad desplegada, no puede esconder la realidad de un país dividido, estancado en términos económicos, corroído por la corrupción, cada vez más vulnerable a la alianza de narcotráfico y terroristas desmovilizados. Lo más preocupante es que la pequeña rosca que lo rodea está convencida que la realidad es como la pinta la publicidad oficial. El país real, el que vive la inseguridad, paga impuestos que no se reflejan en su calidad de vida, que escucha los escándalos diarios de corrupción, que percibe las falencias del acuerdo de paz no existen.
Ese pueblo es para Santos un conjunto difuso y gris de desagradecidos que insisten en ver sólo su cara de oscuridad en la casa.