En política, a veces se dice que se permite todo, incluso lo que no está permitido, lo que lleva a transgresiones recurrentes del lenguaje, la terminología, la realidad y la verdad. Es común ver a los políticos deslizarse sin problema entre el engaño, las medias verdades, la difamación y la necesidad de polarizar, sin prever las consecuencias y sin ejercer el liderazgo para el que fueron elegidos, un liderazgo que debería ser ideal aunque utópico.
El sistema político-democrático de una nación influye en este fenómeno. Exceptuando monarquías, califatos y dictaduras, en las últimas décadas se ha creado la necesidad de llegar a acuerdos y consensos, dando importancia a la opinión y al concepto de la mayoría de los ciudadanos. Por ello, se han establecido sistemas de contrapoderes y reformas en muchos países, buscando mantener un sano equilibrio entre los poderes ejecutivo, legislativo y judicial, para evitar que una sola persona concentre el poder y ejerza de manera tiránica e injusta.
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Incluso en las monarquías actuales, aunque cuestionadas, existen espacios para amplias conversaciones, debates y diálogos que buscan crear consensos. En Colombia, en los últimos dos años, hemos visto cómo se ha hablado mucho de la palabra «pueblo» y los movimientos populares, y de las voluntades de quienes eligieron a un presidente. El actual presidente ha declarado que fue elegido por 11 millones de colombianos, interpretando esto como la «voluntad popular» y sugiriendo que el Congreso y las Cortes no deben interferir en sus decisiones.
Esto implica que Petro asume que la elección como Presidente es un cheque en blanco, que le permite hacer lo que desee durante los siguientes cuatro años, lo cual va en contra de los valores democráticos de Colombia. Todos los presidentes, incluso los más populares como Álvaro Uribe Vélez, han enfrentado reveses en decisiones cuando la justicia o el Congreso se han opuesto a ellas.
Queremos concluir diciendo que, aunque un presidente ganara con el 90% de los votos, no tiene derecho a gobernar como autócrata o tirano. La legitimidad y el poder conferidos a un presidente nunca son absolutos; están claramente descritos en la Constitución de 1991 y en las reformas posteriores.
El «pueblo» somos todos. El término «pueblo» se ha utilizado popularmente para mostrar selectividad y cercanía, presumiendo de orígenes marginados, pero esta definición está lejos de la realidad.
En este siglo XXI, los gobiernos deben construir sobre lo ya hecho, corregir lo que no va bien y suprimir lo que no funciona, siempre con una visión de políticas públicas responsables y sostenibles a largo plazo.
Colombia no puede seguir pensando que cada cuatro años se presiona un botón de reinicio y el país comienza de nuevo, como si los presidentes fueran «Mesías salvadores».