Colombia no se salva con un presidente, sino con legalidad

Nos indigna el político que roba, pero toleramos —y practicamos— el atajo. Sin cultura de legalidad, ningún presidente nos salvará.

Colombia no se salva con un presidente, sino con legalidad

Hay una frase que se repite en mesas, taxis y redes: “Todo cambiaría si llegara el presidente correcto”. Es cómoda, casi tranquilizadora, porque traslada la responsabilidad a un solo hombro. Pero Colombia no se arregla con una varita en la Casa de Nariño: se endereza —o se tuerce— en millones de decisiones cotidianas. Y ahí nos hemos hecho trampa: señalamos al “corrupto” de turno mientras normalizamos los pequeños fraudes que erosionan la convivencia y las finanzas públicas.

El ejemplo más claro está a la vista: el colado en el transporte. Saltar un torniquete parece un gesto menor, una viveza simpática. No lo es. Es romper el pacto básico de la ciudad: todos aportamos para que todos se muevan. Detrás de ese salto hay un bus que no se mantiene, un kilómetro que no se amplía, un conductor al que no le ajusta el turno y un sistema que entra en espiral financiera.

Lo mismo ocurre cuando “arreglamos” con el agente de tránsito para evitar una sanción: creemos comprar tranquilidad, pero lo que en realidad financiamos es la idea de que la ley es negociable.

Nos hemos acostumbrado a pensar que la trampa pequeña no cuenta. Que sacar ventaja es apenas “equilibrar la balanza”. Que, si “allá arriba” roban, ¿por qué yo no? Ese razonamiento es exactamente el ácido que corroe una república. La legalidad no es un accesorio moral: es el cimiento práctico que permite que el sistema funcione. Donde la norma se cumple, el servicio mejora y el costo baja. Donde la norma se negocia, el servicio colapsa y el costo lo termina pagando —más caro— el que sí cumple.

Acción institucional para la legalidad

Por eso, además de la reflexión personal, es urgente un llamado a la acción institucional. El Estado y los gobiernos locales no pueden resignarse a ver cómo se vacía la caja por miles de fugas diarias. Hay soluciones concretas, probadas y de sentido común:

  1. Cerrar bien para abrir mejor. En sistemas como TransMilenio, el cerramiento físico completo de estaciones y portales —sin resquicios— es inaplazable. Accesos únicos, barreras altas anti–salto, puertas de control que cierran rápido y torniquetes bidireccionales que eviten el “pegarse” detrás de otro usuario. No es mano dura por capricho; es ingeniería cívica: haces fácil lo correcto y difícil lo incorrecto.

  2. Control visible, aleatorio y profesional. Equipos móviles de verificación con cámaras corporales, acompañamiento policial y protocolos claros reducen el margen de confrontación y elevan la percepción de control. No se trata de “cacería”, sino de recordar que hay reglas y consecuencias.

  3. Sanciones que sí se cobran. De poco sirve aumentar multas si nunca se ejecutan. Integrar las sanciones de evasión y tránsito a plataformas de servicios ciudadanos (renovación de licencia, trámites, contratación con el Estado) crea trazabilidad y verdadera capacidad de cobro. Sin “efecto pago”, la norma es retórica.

  4. Cero efectivo en comparendos. Todo comparendo, digital. Pago por datáfono o QR, recibo inmediato y auditoría periódica. Eliminar el efectivo corta de raíz el incentivo al soborno. Y con cámaras corporales obligatorias para agentes, no solo se protege a la ciudadanía: también se blinda al buen funcionario.

  5. Incentivos al cumplido. La cultura de la legalidad no es únicamente castigo. Descuentos por pago anticipado de multas, beneficios por recarga recurrente en la tarjeta de transporte, sorteos de abonos para quienes mantengan uso regular y validado: el mensaje debe ser claro —pagar sí paga—.

  6. Pedagogía que no sermonee, sino que muestre. En colegios, universidades y empresas: módulos breves, casos reales, cifras claras. Mostrar cómo un “pequeño” atajo encarece la vida de todos es más persuasivo que diez arengas. Y en la calle, señalización simple: cuánto cuesta el servicio, qué financia tu pasaje, qué pierde la ciudad con cada evasión.

  7. Responsabilidad empresarial y gremial. La cultura de la legalidad también se construye en las juntas directivas: compliance real, no de cartón; cero tolerancia a los “favorcitos”; licitaciones abiertas; pagos a tiempo. Quien exige legalidad al gobierno debe predicarla en casa.

  8. Recuperar la vergüenza cívica. No el linchamiento digital, sino el reproche social sano: colarse no es gracioso; sobornar no es “ser vivo”; pasarse el rojo no es “ahorrar tiempo”. La presión de pares funciona. Una república madura se construye en la fila, no en el atajo.

Algunos dirán que todo esto es “mano dura”. No lo es. Es la normalidad de cualquier sociedad que se respete. Encerrar bien las estaciones, cobrar lo que se debe, sancionar al que evade, premiar al cumplido y blindar a los agentes con tecnología es, en realidad, una defensa de la libertad de la mayoría: la libertad de moverse, de trabajar, de llegar a casa sin pagar los costos de la trampa ajena.

Pero nada de lo anterior funcionará si no cambiamos el espejo. La corrupción no empieza en un despacho: empieza cuando justificamos la trampa que nos conviene. La cultura de la legalidad es, ante todo, una ética de lo cotidiano. No se improvisa en campaña ni se decreta por tuit. Se aprende en la casa (“no se miente, no se toma lo que no es suyo”), se refuerza en el colegio (formación cívica de verdad, no simbólica), se exige en la empresa y se practica en la calle.

La buena noticia es que esto sí cambia. Cambia cuando el Estado hace su parte —con reglas claras y enforcement serio— y cuando los ciudadanos decidimos que el atajo ya no nos representa. Cambia cuando el ejemplo deja de ser discurso y se vuelve hábito. Cambia cuando entendemos que la ley no es un estorbo, sino el carril que evita choques.

El final de esta reflexión es sencillo y ambicioso a la vez: Colombia necesita, y puede construir, una cultura de la legalidad. Una en la que pagar el pasaje sea tan obvio como saludar; en la que un agente no tenga que negociar porque no hay efectivo que negociar; en la que el que cumple no se sienta bobo, sino orgulloso.

Si de verdad queremos derrotar la corrupción, empecemos por donde más duele y más sirve: por nosotros mismos, todos los días, sin atajos. Solo así cualquier presidente —el que sea— tendrá con qué liderar un país que ya decidió respetarse.

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