Por: Miguel Gómez Martínez
Desde hace más de 30 años, China es el principal motor de crecimiento de la economía mundial. A partir de 1983, en dieciséis ocasiones el PIB ha crecido por encima del 10 % anual. En cuatro ocasiones, desde la misma fecha, lo hizo al 14 %. Sus envidiables tasas de expansión, en promedio del 9 % anual, han permitido cerrar la brecha y superar el atraso en el que el comunismo dejó al país más poblado del planeta.
El año pasado marcó un punto de inflexión con un crecimiento de ‘tan sólo’ 6,6 %. En el 2019 sería de un 6 % anualizado. Estos resultados, que son la envidia de los demás países del mundo, confirman un cambio estructural en la economía China que es, cada vez más, dependiente de su mercado interno y menos de la expansión de sus exportaciones. Esta evolución se refleja en menores tasas de crecimiento y en un nuevo enfoque de su política económica.
El menor crecimiento preocupa a una economía que ha acumulado un impresionante nivel de endeudamiento- público y privado, estimado en 300 % de su PIB. Sin crecimiento, el manejo de ese desequilibrio resulta complejo. Es el desafío más decisivo que tienen los que diseñan las estrategias macroeconómicas de la segunda economía del planeta en tamaño.
Lo que resulta sorprendente en un país que se reconoce como comunista es que el énfasis de su economía se oriente a estimular su sector privado. El gobierno ha optado por dos medidas que resultarían normales en una economía capitalista: reducir los impuestos y estimular la creación de nuevas empresas. La rebaja de los tributos es de proporciones muy considerables, pues se cree que sería superior a los USD 300 mil millones. El paquete de estímulos para el emprendimiento incluye medidas financieras y subsidios para reducir costos de operación, algo frecuente en China.
Es interesante que, en un modelo de partido único, con serias restricciones de las libertades públicas y un poderoso dirigismo económico, la estrategia económica tenga un claro enfoque libertario. Los chinos entienden que el gasto público, por importante que sea, no puede substituir el dinamismo de un sector privado vigoroso. En lugar de transferir la responsabilidad exclusiva de la reactivación a programas estatales, prefieren que el motor esté centrado en las iniciativas empresariales. Le apuntan a que una reactivación del ingreso disponible se verá en un mayor nivel de consumo, lo que a su vez estimulará mayores niveles de inversión.
En el fondo lo que queda claro es que, aún en la economía china, las recetas exitosas están orientadas a liberar las fuerzas productivas y reducir la presión fiscal. Mientras en América Latina hemos creado un nivel de gasto inflexible que nos obliga continuas reformas tributarias que frenan la demanda y espantan la inversión, los chinos le apuntan a un modelo de mayor libertad económica y menos impuestos.
Que las lecciones de reactivación vengan del extremo oriente no es sorprendente. Lo que resulta significativo es que sean naciones que se dicen socialistas, donde no hay democracia, que sean las que nos recuerden las verdades fundamentales: la empresa es el eje del crecimiento y la prosperidad. Hay que protegerla y estimularla en lugar de obstruirla.