El editorial de hoy parte de una máxima popular: “desde el desayuno se sabe cómo será la comida”. Quien se sienta a la mesa sabiendo de antemano el menú, engaña su apetito y su sentido de fraternidad. En política, ese afán por anticipar lo que vendrá debería impulsarnos a exigir coherencia, lealtad y eficacia. Lamentablemente, la decisión de Gustavo Petro de sumar a Francia Márquez como fórmula vicepresidencial en 2022 ha resultado, hasta ahora, un plato mal preparado: sin compromiso real, con demasiadas concesiones oportunistas y muy pocos resultados tangibles.
Desde su origen, la dupla Petro–Márquez se presentó como un gesto de inclusión histórica. Un presidente que hablaba de lucha contra el racismo, defensa de los excluidos y reivindicación de los pueblos olvidados, sumaba a una mujer afrocolombiana proveniente de Suárez (Cauca) en la boleta. Se dijo que su nombramiento rompería esquemas, que su voz auténtica representaría a quienes siempre fueron silenciados. Sin embargo, el curso del gobierno ha mostrado más una imposición que una alianza: una vicepresidenta que, aunque ocupa un cargo de honor, no ha tenido margen real para impulsar las causas que defendía en campaña; y un presidente que rara vez le ha permitido consolidarse como una figura de transformación social independiente.
En los pasillos del poder –políticos y empresariales– es vox populi que Petro nunca vio en Francia Márquez a una aliada estratégica, sino a un escudo discursivo. Desde el inicio, la fórmula se sintió forzada: él, curtido en batallas ideológicas; ella, una voz emergente de un liderazgo alternativo. Pero los proyectos auténticos se construyen con hechos, no con poses. Y en la práctica, la interacción ha sido prácticamente inexistente. Muchos de los que trabajaron junto a ella en campaña, que confiaron en su figura como símbolo de un gobierno empático y plural, hoy se preguntan: ¿dónde está la vicepresidenta de los pueblos?
Francia Márquez llegó a la Casa de Nariño con la doble investidura de vicepresidenta y ministra de Igualdad. Y es justamente ahí donde se concentran las mayores frustraciones. Las comunidades afrodescendientes, indígenas y campesinas que prometió representar no han encontrado, ni siquiera por error, una interlocución real. Alcaldes y líderes comunitarios relatan, con evidente desilusión, que ninguna instancia de su despacho los escucha; que las propuestas de proyectos productivos, de salud o de reparación histórica se diluyen en la burocracia sin respuesta. La vicepresidenta, que en campaña hablaba con firmeza de justicia y dignidad, parece haber olvidado que el verdadero liderazgo se mide por el impacto en la vida cotidiana.
Tomemos un ejemplo concreto: como ministra de Igualdad, se esperaría que zonas como el Cauca o el Chocó recibieran un impulso sustancial. Sin embargo, los indicadores de pobreza multidimensional no han mejorado; en algunos casos, incluso han empeorado. El descontento no proviene únicamente de la oposición: también se escucha entre simpatizantes de izquierda que, en 2022, creyeron en la promesa de cambio que encarnaban Petro y Márquez. Si ella fue elegida para representar ese anhelo colectivo, su gestión debería traducirse en hechos, no solo en discursos.
La distancia entre ella y el presidente no es casual. Desde hace meses se sabe que sus equipos casi no se coordinan más allá de lo protocolario. Los pocos encuentros formales carecen de objetivos comunes y se enfocan en agendas distintas: Petro prioriza lo energético y ambiental, Márquez insiste en el discurso de género. Pero esa aparente división de roles no ha producido sinergias; al contrario, ha generado duplicidades y pérdida de eficacia. Una vicepresidencia útil debería servir para articular esfuerzos, sumar capacidades y optimizar recursos. Nada de eso se ve hoy.
A esto se suma un problema de imagen que resulta desconcertante: cambios frecuentes de vestuario, estilismos elaborados para cada evento y una atención excesiva a lo estético. Mientras los temas fundamentales siguen esperando, la prensa oficial aplaude la apariencia y no los logros. Se habla de sus viajes al África, de las personas que la acompañaron en un avión oficial, pero nada se dice de presupuestos, resultados o compromisos cumplidos. Esta narrativa mediática –alentada por ella misma– la ha alejado de las comunidades que decía representar.
Y que quede claro: este editorial no pretende hacer juicios personales. No se trata de los reinados, ni de los vestidos del esposo, ni del helicóptero. Eso ya. Pero por lo demás, es decir, mire: hubo una gente que usted prometió representar, cuidar y defender. Y hoy, están peor que antes. Una figura política fugaz, otro héroe de barro que la cultura política colombiana encumbró de la noche a la mañana. Llegó con una imagen fuerte, con muchas expectativas. Mucha gente decía que votaba por Francia, no por Petro. Pero lo cierto es que Francia Márquez era –y sigue siendo– una figura desconocida. Decía que su lucha era «hasta que la dignidad se acostumbre», pero la dignidad debió empezar por renunciar al simulacro de cambio. Y terminó destacándose más por sus errores que por sus acciones. Es el reflejo de cómo, en Colombia, se elevan héroes momentáneos que terminan decepcionando profundamente.
Para ser justos, insistimos: su desempeño no es una cuestión de género ni de raza, sino de responsabilidad institucional. Si alguna vez representó la voz de los sin voz, lo habría demostrado con trabajo de campo, con proyectos piloto, con alianzas que movieran la economía local. No lo hizo. En lugar de eso, aparece con discursos de ocasión, presencia en medios capitalinos y sin contacto real con el territorio.
No olvidemos que la política también se trata de tradición e institucionalidad. Es una tarea que exige disciplina, respeto al contrato social y rendición de cuentas. En este gobierno, Márquez ha evadido ese camino. Se refugió en un modelo de liderazgo identitario, muy de moda, pero sin estrategia de largo plazo. No ha entendido que necesita trabajar con el Congreso, con alcaldías, con universidades y con el sector productivo para lograr las transformaciones que prometió.
Frente a este panorama, ¿qué esperanza queda para los próximos años? Primero, que la vicepresidenta asuma con independencia las causas que le dieron respaldo popular. Que no dependa de las agendas de Nicolás Petro o de los debates que el presidente lanza en redes. Segundo, que entienda la importancia del trabajo en equipo: si algo hemos aprendido de los gobiernos anteriores es que la división interna solo sirve a la burocracia y a intereses alejados del bien común. Una vicepresidencia útil debe ser una verdadera alianza, no un accesorio de campaña.
Y, por último, que reconquistar la confianza de las comunidades implica recorrer sus caminos, volver al contacto directo, con métodos tradicionales pero visión contemporánea. Los grandes líderes supieron combinar lo ancestral con lo moderno: valores de siempre con herramientas nuevas; ceremonias con cifras; relatos colectivos con estrategias de desarrollo. Si Francia Márquez quiere estar a la altura de su cargo, necesita reconciliar esos mundos.
Al final, la inclusión real no se logra con fotos ni con discursos, sino con resultados. Se cree en una figura pública cuando un pueblo, tras años de abandono, vuelve a soñar con agua potable, con trabajo digno y con futuro. Ese es el verdadero termómetro del liderazgo: convertir las palabras en acciones. Y para lograrlo, Petro y Márquez deben revisar su alianza, superar la teatralidad política y, sobre todo, escuchar de verdad a quienes les entregaron su voto y su esperanza. Solo así, desde el desayuno, sabremos con certeza cómo será la comida.
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