En las últimas semanas, Colombia ha sido testigo de una preocupante escalada de violencia contra la Fuerza Pública. Los ataques, disfrazados en ocasiones como acciones de campesinos o de población civil, en realidad responden a una táctica conocida y utilizada por los grupos armados ilegales: el camuflaje entre la comunidad. No es un fenómeno nuevo; hace parte de los manuales de guerra de las organizaciones terroristas en distintas partes del mundo. Se aprovechan de la protección que el Derecho Internacional Humanitario y los derechos humanos otorgan a la población civil, para esconderse en ella y perpetrar sus crímenes.
Nuestro país conoce esta práctica desde hace décadas. Sin embargo, lo verdaderamente alarmante es cómo la sociedad parece haberse acostumbrado a la tragedia. Asesinatos, secuestros, torturas o ataques a policías y soldados han dejado de generar la indignación que deberían. Que en pleno 2025 se haya intentado quemar vivos a uniformados de la Fuerza Pública, tras ser rociados con gasolina, habla del nivel de degradación y de la clase de enemigos a los que se enfrenta Colombia. No se trata de campesinos airados, sino de estructuras armadas con control territorial, poder económico y hombres infiltrados en zonas urbanas y rurales.
El país recuerda aún la masacre de policías en Amalfi, los hechos violentos en Cali, los asesinatos recientes en otras regiones y el secuestro de 34 uniformados. Todo hace parte de una misma estrategia: debilitar la moral de las Fuerzas Armadas, aumentar el control sobre las comunidades y aprovechar la suspensión de operaciones como los bombardeos para expandir su poder. En paralelo, estas estructuras fortalecen sus finanzas y sus rutas del narcotráfico, con la mirada puesta en el Caribe y el Pacífico, escenarios donde la presión internacional particularmente de Estados Unidos empieza a cerrarle espacios a los carteles.
Lo más doloroso es que, mientras la criminalidad actúa con brutalidad y astucia, nuestra Fuerza Pública se sienten desprotegidos. Tienen entrenamiento, pero carecen de equipos, respaldo y apoyo oportuno. La desmoralización, reconocida incluso dentro de las mismas tropas, es una amenaza tan grave como las balas enemigas: un ejército con miedo es un ejército vulnerable.
Hoy más que nunca, Colombia necesita un liderazgo que devuelva la confianza y la dignidad a la Fuerza Pública, que proteja sus vidas y que enfrente con decisión a quienes quieren someter al país al terror. Intentar asesinar a unos hombres prendiéndoles fuego no es un hecho aislado ni un exceso momentáneo: es una señal inequívoca de hasta dónde están dispuestos a llegar los grupos criminales. Y si la sociedad lo normaliza, si el Estado lo minimiza, entonces estaremos aceptando que la barbarie se imponga sobre la justicia.
La crueldad contra la Fuerza Pública no la podemos normalizar