La justicia doblada

“La condena a Uribe trasciende el destino de un hombre y se convierte en un presagio inquietante para la democracia misma. Cuando la justicia se somete a la voluntad de los poderosos, no solo se despoja de su imparcialidad, sino que expone a los ciudadanos a la arbitrariedad de un sistema que ya no los protege.”

La justicia doblada

Álvaro Uribe Vélez, el expresidente de Colombia, fue condenado en un proceso cuyo carácter político se hace patente incluso para el más desprevenido. En un país que se reclama democrático, en un país que se dice respetuoso del Estado de Derecho, la sentencia que pesa sobre él no es sino un grotesco recordatorio de cómo el poder puede pervertir lo que debería ser la justicia. Y la pregunta que persiste, como un eco sombrío en nuestra conciencia colectiva, es: ¿puede una nación realmente considerarse libre cuando su justicia se convierte en la mano vengativa de un régimen que teme a la verdad y a la voz discordante?

Al principio, ingenuamente, creí que el proceso judicial contra Uribe se llevaría a cabo bajo los principios fundamentales que rigen nuestra democracia. Pensé que se respetarían las garantías procesales, que el debido proceso prevalecería por encima de las pasiones políticas. Creí que la justicia no se dejaría arrastrar por los vientos de la politiquería y que, al final, todo se resolvería conforme a la ley. Pero, ¡cuán equivocado estaba! Mi fe en la administración de justicia se desmoronó como un castillo de naipes ante el peso de los hechos.

En una democracia, la obediencia a la Constitución y las leyes es innegociable. Y, por supuesto, todos debemos acatar las decisiones judiciales. Sin embargo, en una democracia auténtica, la libertad también tiene un espacio fundamental: la libertad de opinar, la libertad de criticar, la libertad de denunciar una sentencia que, como la que acaba de dictarse contra Uribe, no solo es injusta, sino que compromete la misma esencia de lo que entendemos por justicia.

Y si hoy hablo con pasión de la injusticia que se comete, no lo hago como un defensor ciego del expresidente, ni como un seguidor incondicional de su figura política. Lo hago porque, por encima de la política y las ideologías, lo que está en juego aquí son los derechos fundamentales de un hombre que ha dedicado su vida al servicio público, un hombre que, guste o no, es un símbolo de la lucha por la patria.

Al expresidente Uribe se le ha condenado sin que existan pruebas fehacientes de su culpabilidad. A lo largo de este proceso, nos hemos visto confrontados con una serie de acusaciones sin fundamento, con testimonios que carecen de credibilidad y con «pruebas» obtenidas mediante métodos ilegales, que violan el debido proceso y la intimidad de un ciudadano. La condena impuesta a Uribe, que lo obliga a cumplir doce años de prisión domiciliaria y a pagar una multa millonaria, no es solo un castigo injusto, es un golpe brutal a la confianza que los colombianos deberían tener en su sistema judicial.

¿De qué nos sirve hablar de democracia cuando las instituciones que deberían velar por ella se doblegan ante la presión política? Uribe, desde que dejó la presidencia, ha sido un constante opositor a los gobiernos que le siguieron, con excepción del de Iván Duque. Se ha levantado en contra de un acuerdo de paz que, lejos de ser un paso hacia la reconciliación, fue un pacto vergonzoso con la violencia y el terrorismo. Y ha desafiado al gobierno de Petro, no solo por ser su opositor político, sino porque ha sido testigo del desmantelamiento de los valores que alguna vez sostuvieron a Colombia en pie.

Lo acusan de ser el «determinador» de una serie de delitos que jamás pudieron ser comprobados en la corte. Lo señalan, sin pruebas, de haber instigado un soborno y un fraude procesal, cuando, en realidad, ha sido él quien siempre se ha presentado ante la justicia con la cabeza en alto, defendiendo su honor y su verdad. Es un acto de suprema ironía que a Uribe lo hayan condenado por lo que se ha considerado como “fraude procesal” cuando ha sido él quien, con valentía, se ha enfrentado a una justicia que ya estaba decidida a dictar su sentencia mucho antes de escuchar su defensa.

En este juicio, como en tantos otros procesos en la historia de Colombia, las pruebas fueron manipuladas, las grabaciones fueron obtenidas de manera ilegal, y los testigos de cargo, cuando no eran delincuentes convictos, eran simplemente personas que mantenían una profunda animosidad hacia él y su familia. Todo un entramado de falsedades y medias verdades se tejió en su contra, mientras que las pruebas de defensa fueron desestimadas de manera sistemática.

La jueza encargada del caso mostró desde el principio una actitud sesgada, no solo en su trato hacia Uribe, sino también en su interpretación de la ley. ¿Cómo creer que un juicio que se basó en pruebas ilegales y testimonios que carecían de cualquier valor legal pueda ser considerado justo? Es un insulto a la razón, un ataque a la presunción de inocencia. Y es que, como bien sabemos, la verdad no necesita ser defendida con montañas de papeles. Cuando la verdad es clara, basta con unas pocas páginas para exponerla. La sentencia condenatoria de 1.114 páginas es, en realidad, un elaborado intento de justificar lo injustificable.

Y aún más, la jueza no solo dictó sentencia sin pruebas, sino que, además, acusó a Uribe de erosionar la independencia judicial. ¿Cómo puede alguien que siempre se ha sometido a la ley ser acusado de algo tan absurdo? Uribe ha sido siempre respetuoso de la justicia, ha dado la cara ante las autoridades y ha confiado en los tribunales, aun cuando muchos sabían que su condena estaba escrita de antemano.

Este juicio no es más que un proceso político disfrazado de judicial, un acto de represalia hacia un hombre que ha representado, para muchos, la lucha por una Colombia más libre, más justa, más digna. La condena a Uribe no es solo un error judicial, es un mensaje claro: que en Colombia la justicia, cuando es cómoda para los poderosos, puede ser una herramienta de opresión.

No se trata de una defensa ciega ni fanática de Uribe, sino de una defensa inquebrantable de la justicia misma, esa que debe ser la última frontera de la verdad. Porque, al final, lo que está en juego no es solo la honra de un hombre, sino la confianza que los colombianos depositamos en nuestras instituciones. Uribe, quien ha actuado siempre con rectitud y ha amado profundamente a su país, tiene derecho a un juicio imparcial, sin ser objeto de un ajuste de cuentas político. Y, al condenarlo sin pruebas, no solo se hiere su honor, se golpea a la misma esencia de nuestra democracia.

Este fallo, sin dudas, ha dejado a la justicia colombiana al borde de la extenuación. La parcialidad, el abuso y la manipulación de la verdad han colocado a nuestro sistema judicial en la cuerda floja. ¿Qué queda de una democracia cuando su justicia es puesta al servicio de intereses políticos? Este precedente no es solo un golpe a Uribe, es una herida abierta en el corazón de la nación. Y como toda herida profunda, será difícil, sino imposible, de sanar. Porque cuando la justicia muere, es el alma de un pueblo la que se arrastra tras ella.

Este juicio será recordado en los anales de la historia como un acto que, cual veneno corrosivo, envileció la majestad de la justicia. Colombia, como un barco que se estrelló contra un iceberg, ha quedado a la deriva bajo la sombra de la persecución política. Las generaciones venideras, al revisar este juicio injusto, mirarán con tristeza y dirán: ¡Qué desdén tan profundo mostró Colombia hacia quien, en su justicia y sacrificio, entregó todo por ella, hacia quien dio su vida por su patria!

La democracia, la institucionalidad y la república han quedado gravemente heridas, y la nación, sumida en una desazón profunda, se enfrenta ahora al peso de un destino incierto.

Por: Aldumar Forero Orjuela-  @AldumarForeroO

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