En el reciente episodio relacionado con el presidente Gustavo Petro y la visa estadounidense, conviene empezar señalando que el propio mandatario, desde hace ya algún tiempo, parecía estar buscando, e incluso deseando, una sanción por parte de Washington. Esta expectativa no es casual: responde a su ideología política y a la narrativa de confrontación que lo acompaña desde hace años.
Resulta paradójico si se tiene en cuenta que, en su pasado como congresista, procuró mantener una relación cercana y cordial con Estados Unidos, como lo demuestran sus numerosas visitas a la embajada de ese país.
Sin embargo, en su empeño por proyectarse como un líder de la izquierda latinoamericana, Petro ha decidido enarbolar las banderas del antiimperialismo y del discurso antiyankee, un camino similar al seguido en su momento por figuras como Manuel Noriega, Nicolás Maduro, Hugo Chávez, Rafael Correa, Evo Morales o Cristina Kirchner. En esa apuesta, ha terminado colocando por encima de los intereses de la nación sus ambiciones personales y su propia ideología.
Luego de su intervención en la Asamblea General de las Naciones Unidas, Petro se trasladó a las calles de Manhattan para lanzar arengas junto a Roger Waters y Víctor Correa Lugo, un personaje altamente cuestionado, con denuncias en su contra por presunta violencia contra mujeres. Allí, el presidente de Colombia incurrió en lo que expresamente prohíbe la ley: incitar, desde territorio extranjero, a una desobediencia o golpe de Estado por parte de las Fuerzas Armadas de Estados Unidos contra el entonces presidente Donald J. Trump.
El hecho resulta irónico si se recuerda que Petro ha sido un permanente denunciante de supuestos golpes blandos o duros; sin embargo, fue él quien, en suelo estadounidense, terminó incitando una acción de esa naturaleza. Un comportamiento impropio de un jefe de Estado, que evidencia cómo sus intereses políticos personales pesan más que la responsabilidad de representar a todo un país.
Afortunadamente, Estados Unidos ha sabido diferenciar entre Colombia como nación, más de 40 millones de ciudadanos, y lo que hoy representa el gobierno de Gustavo Petro. Por eso, el objetivo de esta reflexión debe quedar claro: lo que hacen funcionarios como la canciller, el propio presidente, algunos ministros y el secretario jurídico, el señor Ocampo, no es más que una agenda política personal.
Sus reacciones frente a la decisión del Departamento de Estado de retirarle la visa a Petro son respuestas viscerales, emocionales y desproporcionadas, que no se compadecen con las responsabilidades de sus cargos, estrechamente vinculados a la relación bilateral con Washington.
Es indispensable rechazar de manera tajante que los servidores públicos antepongan sus intereses personales a los de la nación que representan. De lo contrario, será el país entero el que resulte damnificado.
A Estados Unidos, un reconocimiento por la comprensión y el entendimiento de esta diferencia. Y también la claridad de que este gobierno no expresa la totalidad del sentir de los colombianos. Sí, representa a una parte, pero no a todos. Finalmente, para rechazar y condenar los ataques del señor Netanyahu sobre Gaza, no era necesario salir a las calles de Manhattan a hacer lo que hizo Gustavo Petro.
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