Cuando el país se encamina hacia el abismo, el silencio no es una opción. Hay que insistir, advertir y, cuando haga falta. Comencemos por lo obvio: ojalá no tengamos que ver a Angélica Lozano, dentro de unos años, lamentando en público las consecuencias de una reforma laboral que promovió con entusiasmo. No hay peor contradicción que la de quien firma con convicción un proyecto regresivo, y luego, cuando los efectos ya son irreversibles, pretende sumarse al coro de los arrepentidos.
No es nuevo: Lozano, como Claudia López, ha mostrado una alarmante incoherencia en temas de fondo. Hoy celebra lo que mañana podría condenar. Y cuando llegue ese momento, si llega, no queremos oír frases como “¡Pobres los informales!” o “¡Qué tragedia la de los pequeños empresarios!”. Porque, señora senadora, se le advirtió. Se le advirtió con argumentos, con cifras, con análisis. Se le advirtió hasta el cansancio.
Las consecuencias de esta reforma laboral no serán un accidente imprevisto. Serán la consecuencia lógica de decisiones conscientes, tomadas de la mano del gobierno de Gustavo Petro, otro personaje cuya brújula ideológica y pragmática, por momentos, parece extraviada.
¿Por qué nos preocupa tanto esta reforma laboral? Porque, desde su origen, ignoró deliberadamente todos los estudios, investigaciones, proyecciones y cálculos disponibles. No lo decían partidos políticos, lo advertían universidades, el Banco de la República, centros de pensamiento, bancos, analistas independientes.
Y todos, aunque con matices, coincidían en un punto clave: esta reforma iba a beneficiar aún más a quienes ya tienen un empleo formal, dejando por fuera a millones. Eso no está mal per se, pero si el objetivo era avanzar en productividad, competitividad, crecimiento y generación de empleo, entonces esta reforma simplemente no sirve.
Peor aún, lo que sí logrará es aumentar la informalidad, especialmente en las regiones más apartadas del país. Es decir, en las zonas donde menos empresas hay, donde el tejido empresarial es más frágil, y donde el empleo formal es más escaso. Allí, los pocos que generan empleo podrían verse obligados a reducir su planta, o incluso a migrar a esquemas informales. Porque no les da. No tienen cómo.
La reforma también ignoró las modificaciones que ya había impulsado el gobierno anterior. Por ejemplo, la reducción de la jornada laboral a 42 horas semanales, que entrará en vigor el próximo año. En lugar de debatir ajustes coherentes, como una posible reducción de festivos en un país laico, para compensar con más vacaciones y mejorar la productividad, se optó por mirar hacia otro lado. ¿Es sostenible que junio, por ejemplo, tenga tres festivos en un solo mes?
Y peor aún: la reforma no tocó temas esenciales. ¿Cómo es posible que no se discutiera una redefinición del salario mínimo por regiones? ¿Cómo se ignora que hoy un contratista con dos o tres contratos de prestación de servicios paga aportes múltiples al sistema? ¿Dónde está el incentivo a la formalización en zonas rurales o periféricas?
La reforma, además, tenía que estar conectada con la reforma pensional. Solo con más empleos formales puede sostenerse ese sistema. Pero tampoco se abordó cómo facilitar la contratación, cómo volver el proceso más económico y eficiente para las empresas. Ni una palabra sobre ampliar el periodo de prueba a tres meses —sí, impopular, pero razonable— para que los empleadores tengan mayor seguridad. Porque, ¿de qué sirve un periodo de prueba en mayo o junio, cuando casi la mitad del tiempo está atravesado por festivos?
Y, por supuesto, se evitó hablar de las indemnizaciones. Indemnizaciones tan elevadas que en otros países, ni siquiera existen, y que aquí desalientan la contratación.
De lo que se trata es de equilibrar la cancha. Que haya más empresas, más grandes, y que puedan contratar a más personas. Pero ese debate no podía darse con prejuicios ni consignas ideológicas. Se necesitaba una discusión serena, con enfoque técnico y visión de país.
Porque, tal y como fue aprobada, esta reforma no trae ningún beneficio real al mercado laboral colombiano. Y los que más van a perder, como siempre, serán los más olvidados.
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