De mis veintinueve años, los últimos doce he tenido la oportunidad de trabajar muy cerca a Álvaro Uribe Vélez, un verdadero líder que me ha permitido hacer, prácticamente, un doctorado en política observándolo en diferentes escenarios.
Haciendo campaña, impulsando nuevos liderazgos, lidiando con asuntos políticos y de país e incluso en reuniones privadas. En medio de todo esto, hay una dicotomía que no me saco de la cabeza y es la disonancia que existe entre el Álvaro Uribe que yo conozco y el Álvaro Uribe del que habla la gente de mi generación.
Lo conocí aún estando en el colegio, cuando empecé a involucrarme en todo el proceso de formación del partido Centro Democrático. La primera interacción que tuve con él fue a finales de mayo de 2013, durante una conferencia de Expo Agrofuturo en Medellín.
Quedé bien sorprendida pues ese personaje poderoso, casi mítico, que había visto por tantos años a través de las noticias como Presidente de Colombia, resultó ser un señor simpatiquísimo y divertido con el que solo bastaba conversar cinco minutos para terminar amándolo.
Yo no sabía nada de política y él se convirtió en mi mentor. Hoy cuando miro a mi alrededor y veo el contraste entre lo que he aprendido, visto y vivido desde su ejemplo en el servicio público y la degradación a la que han llevado la política muchos otros, me siento muy agradecida con Dios y con la vida de estar de este lado de la historia.
Entre más conozco a Álvaro Uribe más ratifico su grandeza y extraordinaria capacidad de liderazgo. Hombres como él definitivamente solo nacen una vez cada siglo. A lo largo de estos años he podido conocer un hombre auténtico, trabajador, firme y leal. Siempre nos contagia con su espíritu guerrero, puro y genuino.
Es tal vez el hombre más valiente que conozco y nos ha enseñado a quienes estamos a su alrededor a tener coraje. Tiene un corazón enorme, es noble como ningún otro y con un respeto irrestricto por las buenas formas. Es un roble en los tiempos difíciles, inasequible al derrotismo y tiene una determinación de hierro para sobreponerse a los problemas.
El Álvaro Uribe que yo conozco me ha enseñado que el poder solo es importante si se quiere obtener para mejorar la calidad de vida de los compatriotas, que lo que se dice en privado se sostiene en público y que los recursos del Estado son sagrados. Nos exige ser duros con los argumentos, pero suave con las personas.
Es demasiado intenso en reclamar que la política requiere preparación, preparación y más preparación. No le gusta la mediocridad. Su estilo de liderazgo inspira a dar la milla adicional. Tiene un gran sentido del humor. En los momentos más inesperados sale con algún chiste que rompe cualquier tipo de tensión.
Nunca he visto a un Álvaro Uribe con ínfulas de poder, al contrario, su humildad y sencillez sorprenden en cada lugar al que llega. He visto a un Álvaro Uribe respetuoso de la Ley y que independientemente del cargo que ostente nunca buscará saltarse alguna norma o tener algún privilegio inapropiado. En su época como Senador siempre era el primero y el último en salir del Congreso. Le ha entregado su vida entera a Colombia. Su causa es la libertad.
Este hombre le devolvió la esperanza al país, fortaleció el Estado para recobrar la seguridad y nos demostró que Colombia no era una causa perdida, que no era un Estado fallido. Hoy es condenado sin pruebas, en medio de un juicio en el que se le han transgredido todas las garantías procesales, mientras que terroristas responsables de crímenes de lesa humanidad son congresistas sin haber pagado ni un solo día de cárcel.
Hay quienes hoy ostentando altas dignidades del Estado gradúan de prohombres a los peores criminales mientras enjuician a un hombre cuyo único delito fue combatirlos.
Me parte el alma ver instrumentalizada la justicia por venganzas políticas. No solamente por el cariño que le tengo al presidente Uribe y a su familia, sino por las líneas rojas tan peligrosas para la democracia y libertad que estamos empezando a traspasar.
Lastimosamente mi generación no se ha detenido a estudiar de manera juiciosa la historia de Colombia con cifras y hechos. Se han quedado con la imagen que personas como Montealegre, Timochenko y Cepeda han fabricado sobre Uribe con fines malignos y siguiendo un plan para que Colombia termine peor que Venezuela.
Han olvidado cómo era Colombia en 2002: más de 200 mil hectáreas sembradas de coca, cerca de 30 mil homicidios al año, y casi 3 mil secuestros anuales. ¿Quién iba a querer invertir en un país así? ¿Y sin inversión, cómo mejorar las condiciones laborales o reducir la pobreza?
Lo que pasa es que solo son conscientes de la Colombia que Álvaro Uribe entregó en el 2010. Con una reducción de homicidios en un 50%, desaparición de secuestros y la economía creciendo a un 5% anual. Los datos son datos y son más contundentes que la falsa narrativa con la que quieren reescribir la historia.
Podrán hacer un millón de montajes más en contra él, y aún así, quienes somos demócratas y defendemos los valores occidentales creemos en su inocencia. Si sus enemigos creían que con esas burdas mil páginas sustentando una mentira iban a frenar a Álvaro Uribe de cara a las elecciones del 2026 definitivamente no lo conocen ni poquito; porque para el Álvaro Uribe que yo no conozco, cuando se trata del país, la claudicación ante el mal nunca será una opción.