La democracia, más que un sistema electoral, es una forma de convivencia: el arte de aceptar que otros piensan distinto y que, a pesar de ello, el país debe avanzar. En Colombia, ese arte se ha ido perdiendo entre los extremos que gritan más de lo que proponen, que dividen más de lo que construyen. Pero todavía hay liderazgos que entienden que el país no se gobierna con rabia sino con propósito. Tres nombres destacan entre esa minoría sensata: Roy Barreras, David Luna y Juan Carlos Pinzón.
Provienen de corrientes distintas —una de raíz progresista, otra de centro liberal y otra de centro-derecha institucional—, pero los tres coinciden en algo fundamental: creen en la política como herramienta de transformación, no de venganza. No son radicales, no viven del odio, no están anclados en los fantasmas del pasado. Representan, cada uno desde su historia, una oportunidad para reconciliar al país con la política.
Roy Barreras, si decide ser candidato, podría convertirse en el rostro más interesante del llamado frente amplio. Su vida ha sido, literalmente, de abajo hacia arriba: hijo de un hogar humilde, médico formado con esfuerzo, político que se ha hecho a pulso en medio de las tempestades del poder. En esa historia se refleja la de millones de colombianos que también han tenido que abrirse camino entre la desigualdad, la falta de oportunidades y la desconfianza en las instituciones. Barreras entiende el conflicto y la reconciliación no como teorías, sino como experiencias personales. Es, quizá, uno de los pocos líderes que ha pasado por casi todas las orillas ideológicas y que ha sobrevivido a todas, sin renunciar a la convicción de que Colombia necesita diálogo, no trincheras.
David Luna, desde otra esquina, representa la fuerza del centro tecnocrático: un político que no teme decir que lo es, y que lo asume con orgullo y profesionalismo. En tiempos donde muchos usan el término “político” como insulto, Luna lo reivindica como vocación. Su trayectoria es la prueba: fue edil, concejal, representante a la Cámara, senador, ministro y hoy aspira legítimamente a la Presidencia. Conoce el Estado por dentro y entiende que la gestión pública no se improvisa. Defiende la innovación, la clase media y la meritocracia, tres conceptos que suelen quedar atrapados entre discursos populistas. Su candidatura por firmas demuestra que aún hay espacio para una ciudadanía que cree en las instituciones y que no se deja manipular por los aparatos partidistas ni por los extremos ideológicos.
Juan Carlos Pinzón, por su parte, se perfila como la opción seria de la derecha moderada. Exministro de Defensa, diplomático y académico, representa a un sector que cree en la seguridad sin autoritarismo y en la institucionalidad sin dogmas. Su prudencia contrasta con la política de escándalos y titulares; su discurso, con la superficialidad del debate público actual. Pinzón podría ser el punto de encuentro entre quienes valoran el orden, pero también entienden que ese orden solo es legítimo si garantiza bienestar y justicia social.
Si adelantamos el escenario electoral, no sería descabellado pensar que Roy Barreras será el candidato del frente amplio, David Luna el del centro tecnocrático, y Juan Carlos Pinzón el de la derecha institucional. Tres visiones distintas de país, pero también tres liderazgos que, a diferencia de muchos, no buscan incendiar el país para luego gobernar sobre las cenizas. Entre ellos, muy probablemente, estará el próximo presidente de la República.
Pero más allá de los nombres, hay un llamado urgente: es hora de construir un consenso nacional. Aceptar que pensar diferente no es un defecto, sino una riqueza democrática. Es momento de alejarnos de la política de los expresidentes, de esos liderazgos que ya
cumplieron su ciclo histórico y que hoy deben dar paso a una nueva generación. Tanto Álvaro Uribe como Gustavo Petro fueron figuras determinantes de sus tiempos, pero sus movimientos no pueden seguir girando en torno a ellos. Colombia necesita liderazgos frescos, con visión de futuro y con la capacidad de dialogar sin odio.
El país tiene todo para ser una potencia: talento humano, diversidad, riqueza natural, creatividad. Lo que le ha faltado es confianza en sí mismo y una dirigencia que deje de jugar a la destrucción del adversario. Esa es la gran tarea pendiente: creer de nuevo en la política, en el diálogo, en la democracia.
Porque al final, el arte de no odiar en política consiste en eso: en reconocer que la
diferencia no es el problema, sino el punto de partida. Colombia no necesita más
salvadores; necesita constructores. Y quizás, por primera vez en mucho tiempo, esos
constructores estén empezando a aparecer.
Por: Juan Nicolás Pérez Torres – @nicolas_perez09
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