El asesinato de Charlie Kirk en la Universidad de Utah vuelve a recordarnos que el mundo atraviesa una peligrosa espiral de intolerancia. No es la primera vez que la violencia política se cobra la vida de una figura pública: ahí están los casos de Fernando Villavicencio en Ecuador, Shinzo Abe en Japón o los intentos de magnicidio contra Donald Trump.
Y ahora, un hombre que solo debatía con argumentos e ideas terminó asesinado, dejando a dos hijos huérfanos y a un país con más miedo que certezas.
Lo grave de este hecho no radica únicamente en el crimen, sino en el mensaje que envía: ya no basta con confrontar ideas, la salida para algunos es eliminar físicamente al contradictor. Ese es el punto más oscuro al que puede llegar una sociedad. Nadie —ni en Estados Unidos, ni en Colombia, ni en ninguna parte del mundo— debería temer por su vida al expresar sus convicciones. La libertad de pensamiento y de palabra está siendo atacada con armas, y la consecuencia es devastadora.
La intolerancia ha escalado hasta convertirse en violencia abierta. Hoy, al menor desacuerdo, proliferan los insultos y las etiquetas: fascista, dictador, Hitler. Se usa el lenguaje como un arma que deshumaniza al contrario, lo convierte en enemigo absoluto y, en algunos casos, legitima que alguien decida eliminarlo. Lo que ayer ocurrió con Charlie Kirk no puede normalizarse.
Por eso insistimos en lo esencial: el debate de ideas es el corazón de cualquier democracia. Discrepar no da derecho a matar ni a agredir. Menos aún a reducir al otro a un rótulo cargado de odio. Mientras sigamos justificando la violencia en nombre de la política, más vidas se perderán. Y aunque parezca un llamado a la nada, no dejaremos de repetirlo: nadie debe morir por pensar distinto.